La política de San Luis, como un tango de giros impredecibles, vuelve a sacudir el tablero. El reciente acuerdo, casi un pacto entre el fuego y el hielo, que une al exgobernador Alberto Rodríguez Saá con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner en este incipiente 2025, resuena en La Punta como una nota disonante.
Este abrazo insospechado, que deja perplejos a propios y ajenos, no es más que la cruda realidad de una maniobra táctica: la impotencia de la facción saísta para frenar el huracán Milei en las urnas. Un ajuste de cuentas con la aritmética electoral, que empuja a exadversarios a la misma trinchera.
Durante cuatro décadas, San Luis fue el feudo de los hermanos Saá, un reino donde el Partido Justicialista local funcionó como una maquinaria aceitada por la disciplina ciega, no por la deliberación. Un «paternalismo» asfixiante que, según muchos observadores, no solo aletargó el debate político, sino que anestesió la capacidad de reacción de una provincia que se acostumbró a la voz única. Y aquí viene lo jugoso: el exgobernador Rodríguez Saá, el mismo que durante años fue un crítico feroz de la expresidenta Fernández de Kirchner, sembrando una «animadversión» casi poética en una provincia con una histórica raigambre kirchnerista, hoy pacta. El presente dicta nuevas realidades, pero el olfato político no engaña: la defensa pública de Cristina por parte de Alberto, hasta ahora, brilla por su ausencia. Un acuerdo de dientes apretados, donde el silencio es el único vocero.
Para entender este presente, hay que sacudir el polvo de la memoria y viajar a la Argentina de diciembre de 2001. Mientras el país se desmoronaba entre el «Corralito», la recesión brutal y una deuda externa que asfixiaba hasta el último aliento, San Luis, en medio de ese caos nacional, fue testigo de un hecho insólito: la asunción de la arquitecta Alicia Lemme como gobernadora, tras la fugaz presidencia de Adolfo Rodríguez Saá. San Luis, con su relativa estabilidad fiscal en comparación con el naufragio nacional, no pudo aislarse de las réplicas. La gestión de Lemme, reconocida por su sensibilidad y compromiso, libró una batalla titánica por la deuda que la Nación mantenía con la provincia. Pero aquí la trama se oscurece: la primera gobernadora mujer en la Argentina, una figura política de talla, inexplicablemente fue «desapareciendo» del mapa político puntano. Como si una mano invisible, o demasiado visible, la hubiera borrado.
La fundación de nuestra querida La Punta en 2003 y la asunción de su primer intendente electo en 2007, con un período intermedio de «normalización» —o quizás de control discrecional—, nos lleva a una pregunta que sigue resonando: ¿por qué no fue convocada Alicia Lemme en 2003, cuando Alberto Rodríguez Saá volvió a asumir la gobernación? La respuesta, susurrada en los corrillos políticos, apunta al «gran estratega» puntano. En su afán por rodearse de incondicionales, el líder habría marginado a los «mejores soldados» de su «ejército» político, prefiriendo rodearse de ecos que, durante décadas, habrían alimentado sus «elucubraciones sombrías y personales». Un líder que, según la crítica más incisiva, relegó la emergencia de ideas frescas y autónomas, prefiriendo la comodidad del coro antes que el desafío del debate.
La distancia abismal entre las declaraciones y los hechos, los virajes políticos que rozan el cinismo y una supuesta falta de autocrítica en la dirigencia, son elementos que no invitan a la reflexión, sino que la exigen. Si la autocrítica hubiera sido un ingrediente clave en esta receta política, el líder puntano habría podido trascender por la «puerta grande, con medalla de oro». Hoy, a duras penas, se llevó el bronce. Cualquier parecido con la realidad de San Luis, es mucho más que una coincidencia. Es el reflejo de un sistema que, hoy más que nunca, necesita sacudirse las telarañas del pasado para mirar con valentía hacia el futuro.