El Partido Justicialista anunció con pompa que sus candidatos a diputados nacionales surgieron del consenso interno. Sin embargo, la renuncia de Natalia Zabala Chacur, figura histórica del oficialismo, desnuda las fisuras y contradicciones de una fuerza que ya ni cuida a sus más fieles soldados. Entre promesas de renovación incumplidas y nombres que parecen solo cumplir un rol decorativo, el interrogante queda abierto: ¿quiénes llegan para representar y quiénes para figurar?
El Partido Justicialista de San Luis aseguró que sus listas de candidatos a diputados nacionales fueron el fruto de un proceso interno “por consenso”. Así, con la naturalidad con la que se anuncia un aumento de tarifas, la dirigencia peronista dio a entender que no hubo necesidad de internas porque todos estaban de acuerdo.
Claro que el concepto de consenso del PJ puntano parece tener una definición bastante flexible. Tan flexible que, en plena construcción de la lista, se bajó nada menos que Natalia Zabala Chacur, diputada nacional, ex diputada provincial, ex ministra de Hacienda y ex jefa de Gabinete. Si eso es “estar todos de acuerdo”, entonces la Real Academia debería ir preparando una enmienda al diccionario.
La renuncia de Zabala Chacur no fue un mero trámite. Fue un golpe de efecto —o mejor dicho, de desgaste— que dejó al descubierto que en el justicialismo local ya ni siquiera se respeta a quienes durante años fueron los defensores más férreos de la causa. En un partido donde se repite como mantra la idea de “abrir el camino a las nuevas generaciones”, la salida de una figura histórica podría leerse como un gesto de renovación. Pero no. Aquí no hubo juventud que ocupara su lugar con banderas al viento, sino un corrimiento silencioso para que todo siga exactamente igual.
Las razones de la renuncia parecen oscilar entre la comodidad política y la acumulación de deudas internas que nunca se cobraron. Viejos compañeros de ruta recuerdan su paso por el Ministerio de Hacienda, cuando, dicen, desconocía a intendentes y administraba recursos con la delicadeza de un cuchillo sin filo. Otros evocan su rol como jefa de Gabinete, con un aire que —según ellos— competía con la mismísima Eva Perón en dosis de protagonismo. Y están los que no le perdonan haber congelado a dirigentes que podían aportar más que la obediencia automática.
Más allá de simpatías o antipatías, lo cierto es que su renuncia deja en evidencia una fractura soterrada: la que se produce cuando las lealtades internas se transforman en relaciones por conveniencia. Porque si de verdad se tratara de un partido unido y en diálogo, una figura con tantos años de militancia no se bajaría en pleno armado. O, al menos, no lo haría sin que el resto del oficialismo intentara retenerla.
El PJ ha repetido hasta el cansancio que su estrategia es “dejar el camino abierto a los jóvenes”. Pero las fotos y los apellidos en la lista parecen contradecirlo. Jorge “Gato” Fernández, Gloria Petrino y José Farías —los titulares— no representan precisamente la vanguardia generacional. Más bien encarnan esa cómoda tradición de poner en la boleta nombres que ya están más que asentados en el poder.
La pregunta queda flotando: ¿son estos candidatos reales representantes de una agenda política o meros testimoniales para cumplir con la formalidad electoral? La experiencia reciente invita a pensar que las bancas pueden convertirse en estaciones de paso para figuras con otros intereses, mientras los problemas de fondo quedan en lista de espera.
El consenso que el PJ dice haber alcanzado quizá sea, en realidad, un pacto tácito para no mover demasiado las piezas, para no incomodar a quienes llevan años en la mesa chica y, sobre todo, para garantizar que nada cambie demasiado.
La renuncia de Zabala Chacur no es un hecho aislado: es un síntoma. Y en política, los síntomas suelen ser más reveladores que los diagnósticos oficiales.