La muerte de Nelson Madafs no puede pasar desapercibida. No solo por lo que su historia representa, sino por lo que aún nos negamos a discutir como sociedad: la responsabilidad que tiene el Estado, en todas sus formas, cuando decide abandonar a una persona a su suerte después de haberla destruido.
Durante décadas, Madafs arrastró el peso de una causa judicial construida sobre torturas, prejuicios y abandono. Fue acusado de un crimen que no cometió. Fue perseguido, vejado y encerrado por una justicia que eligió el camino fácil: encontrar un culpable, aunque no haya pruebas, aunque haya que arrancar una confesión con métodos inhumanos. Y eso es exactamente lo que ocurrió.
El caso tiene todos los componentes de una tragedia institucional. Una desaparición, una carta anónima, una fuerza policial sin límites y un juez dispuesto a avalar cualquier procedimiento, por brutal que fuera, con tal de cerrar el caso. Madafs fue el chivo expiatorio ideal: un trabajador rural, sin recursos, sin redes de contención, apenas instalado en una ciudad que no lo conocía ni lo protegía. En ese contexto, resultaba sencillo convertirlo en culpable.
Pero lo que comenzó como una investigación rápidamente se transformó en una maquinaria de tortura. Los métodos utilizados para forzar su confesión son imposibles de justificar: tormentos físicos, quemaduras, mutilaciones, inyecciones sin control ni supervisión médica. Esa etapa oscura de la historia institucional de San Luis no fue producto del error, sino de decisiones conscientes. Fue un acto deliberado de crueldad, permitido y encubierto por las estructuras estatales.
Lo más indignante es que la verdad, cuando finalmente salió a la luz, no trajo justicia. Años después, la persona por la que Madafs fue acusado apareció viva. Había escapado por problemas familiares, sin saber lo que había provocado su ausencia. Pero eso no devolvió a Madafs su salud ni su dignidad. El daño estaba hecho. Y quienes lo provocaron, nunca respondieron.
Es fundamental decirlo con claridad: no hay justicia cuando no hay responsables. La Policía actuó con brutalidad. El sistema judicial avaló procedimientos incompatibles con cualquier estándar mínimo de legalidad. El Estado provincial, en lugar de acompañar, se convirtió en verdugo. ¿Quién asumió esa responsabilidad? ¿Dónde están los nombres de los funcionarios que firmaron las órdenes, los uniformados que ejecutaron las torturas, los jueces que miraron para otro lado? A la fecha, el silencio es la única respuesta.
Lo que quedó fue apenas una indemnización irrisoria, otorgada muchos años después por un fallo dividido del Superior Tribunal de Justicia. Una cifra que no compensa el sufrimiento, ni el VIH que contrajo en la cárcel, ni la pobreza en la que vivió hasta sus últimos días, dependiendo de la ayuda de los vecinos.
Madafs pasó de ser víctima a sobreviviente, y de sobreviviente a símbolo. Pero no por decisión propia. Fue el sistema quien lo empujó a ese lugar, y es el mismo sistema el que jamás lo acompañó en su lucha. En una provincia que se jacta de progreso y desarrollo, no hubo ni hay espacio para revisar los actos más oscuros cometidos bajo el amparo del poder.
La pregunta que queda, ante su muerte, es tan simple como brutal: ¿quién se hace cargo? ¿Quién tiene el coraje de poner nombre y rostro a los responsables? ¿Cuántos casos más como el de Nelson Madafs hay en los archivos que nadie quiere abrir?
Callar sería repetir el daño. Porque no fue una tragedia inevitable. Fue una injusticia con responsables. Y esa deuda, aún hoy, sigue impaga.