En un escenario donde la figura de Alberto Rodríguez Saá continúa marcando la agenda, la política puntana parece reducirse a lo que hace o deja de hacer el exgobernador. Esta editorial analiza cómo la estigmatización del «Tuki Tuki» revela un trasfondo más profundo: la lucha por el poder y la ausencia de un nuevo proyecto político sólido.
En la provincia de San Luis, parecería que no hay otro tema más importante que “El Alberto”. Cada paso que da, cada palabra que dice o cada silencio que mantiene se convierte en noticia, objeto de análisis o motivo de burla. Hoy lo llaman “el Tuki Tuki” con una mezcla de sorna, afecto y crítica, y esa denominación se ha vuelto parte del folklore político local. Pero detrás del apodo hay un fenómeno más complejo: la estigmatización de una figura que, guste o no, ha moldeado la historia política de San Luis en las últimas décadas.
En un escenario electoral como el del último año, con resultados que redibujaron el mapa político de la provincia y dejaron al peronismo fuera del poder ejecutivo por primera vez en mucho tiempo, era esperable que las miradas se volvieran hacia quien fue el máximo referente de ese espacio. Pero una cosa es el análisis político y otra muy distinta es reducirlo todo a la figura de un solo hombre, responsabilizándolo por todo lo que se hizo mal, mientras se caricaturizan sus acciones presentes con una liviandad que bordea la banalidad.
¿Es justo señalar todo lo que ocurre en el PJ como “culpa de Alberto”? ¿Es correcto que se lo trate más como un personaje de memes que como un actor político con peso real? Algunos dirán que no puede soltar el poder, otros que se lo extraña en el gobierno, y hay quienes simplemente lo observan con una especie de nostalgia indulgente. Pero lo cierto es que, para bien o para mal, su figura sigue siendo central, no tanto por lo que hace, sino por lo que representa.
Y lo que representa no es otra cosa que el poder. Ese poder que, como decía Maquiavelo, es el fin último de la política. En “El Príncipe”, el pensador florentino recomendaba al gobernante ser a la vez zorro y león, astuto y fuerte, temido más que amado, si quería conservar el dominio. No se trataba de moral, ni de religión, ni de justicia: se trataba de efectividad. Para Maquiavelo, el poder no se comparte, no se discute, se ejerce. Y eso, en parte, es lo que ha hecho Rodríguez Saá durante años: ejercer el poder.
En ese marco de realismo político, la insistencia de Alberto en seguir opinando, participando y marcando territorio puede verse como una lógica consecuencia de su formación y su trayectoria. El poder es, para muchos líderes, una pulsión difícil de abandonar. No se trata solo de cargos o títulos, sino de influencia, de capacidad de incidir, de construir sentido. Y Alberto, como otros tantos caudillos a lo largo de la historia argentina, sigue queriendo jugar en ese tablero.
El problema es cuando la política se transforma únicamente en eso: en una lucha por el poder per se. Cuando la retórica se aleja de los problemas reales de la gente y se concentra en disputas internas, cuando el debate se empobrece al nivel del apodo o del rumor, y cuando el liderazgo se convierte más en símbolo que en proyecto.
La estigmatización de “El Tuki Tuki” puede hacer reír a muchos, pero también habla de una sociedad que ha perdido la capacidad de discutir ideas y se limita a personalizar los conflictos. En vez de discutir qué modelo de provincia queremos, se habla de qué hizo Alberto hoy. En vez de preguntarse cómo refundar el peronismo en San Luis, se habla de si sigue manejando tal intendente o de sí mandó tal mensaje cifrado. En vez de mirar al futuro, seguimos atrapados en una narrativa que gira sobre el mismo eje desde hace más de dos décadas.
La historia ha demostrado que los liderazgos fuertes, cuando no encuentran renovación ni autocrítica, suelen convertirse en caricaturas de sí mismos. Pero también ha demostrado que esos liderazgos, aún en su declive, pueden seguir marcando la agenda, sobre todo cuando del otro lado no aparece una narrativa alternativa sólida.
Quizás sea hora de dejar de estigmatizar a Alberto Rodríguez Saá, no por defenderlo, sino por algo más urgente: comenzar a debatir política de verdad. Porque mientras sigamos hablando del Tuki Tuki, seguiremos bailando la misma música, aunque el DJ ya no esté en la cabina.