La frase que reapareció en la cultura popular gracias a El Eternauta genera nostalgia y resistencia en tiempos de incertidumbre. Sin embargo, trasladarla a la política puede ser un error. En un presente marcado por la tecnología, el dinamismo y la inteligencia artificial, la dirigencia sigue repitiendo fórmulas viejas que ya no conectan con la ciudadanía.

“Lo viejo funciona, Juan.” La frase volvió a resonar con fuerza tras la reciente adaptación audiovisual de El Eternauta, una obra cumbre del pensamiento argentino, escrita por Héctor Germán Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López. En la ficción, este guiño al pasado adquiere un sentido profundo: ante el colapso de la tecnología, la supervivencia vuelve a depender de lo rudimentario. Esa línea, aparentemente sencilla, se convirtió en símbolo. Viralizada en redes, multiplicada en posteos y memes, encontró eco en una sociedad que a veces anhela la calma de otras épocas.

Pero trasladar esa lógica al escenario político actual no solo es incorrecto: es riesgoso.

Porque en la política argentina, y particularmente en la de San Luis, lo viejo dejó de ser funcional hace tiempo. No hablamos de edad, sino de estructuras, prácticas, ideas y discursos que ya no se corresponden con los desafíos del presente. Mientras la tecnología avanza a pasos acelerados, la dirigencia parece moverse en cámara lenta. Y en ese desfase, se abre una grieta cada vez más profunda entre la política institucional y la sociedad real.

Hoy, la participación ciudadana ya no se limita a la urna. Se expresa en redes sociales, en plataformas digitales, en la inmediatez de la conversación pública que fluye por fuera de los partidos tradicionales. Las personas —especialmente los jóvenes— no esperan a que la política las convoque; buscan espacios propios, crean narrativas, influyen, debaten y viralizan contenidos que muchas veces interpelan más que cualquier acto partidario o discurso de campaña.

Sin embargo, buena parte de la dirigencia sigue utilizando Facebook como folleto, Instagram como álbum de actos y Twitter como si fuera un archivo de frases hechas. No hay estrategia, no hay análisis de datos, no hay diálogo real. Hay publicaciones vacías, eslóganes reciclados y un profundo desconocimiento del lenguaje digital. Peor aún: hay miedo. Miedo a lo nuevo, miedo a perder el control, miedo a no entender.

Lo mismo sucede con la inteligencia artificial. Mientras los gobiernos del mundo debaten cómo regularla, integrarla o aprovecharla éticamente, acá apenas se empieza a hablar del tema. Algunos dirigentes la demonizan, otros la ignoran. Muy pocos la estudian o la aplican. Y esto no es un problema menor: se trata de una herramienta que ya está moldeando la economía, la educación, el trabajo y la forma en que nos comunicamos. La política no puede seguir actuando como si no pasara nada.

En este contexto, insistir con lo viejo no es un acto de resistencia, como en El Eternauta. Es una muestra de incapacidad. Es negarse a escuchar, a aprender, a cambiar. Es sostener estructuras que crujen, partidos que no se renuevan, liderazgos que temen soltar el timón. Y lo más grave: es seguir tomando decisiones con criterios del siglo pasado para problemas que exigen respuestas del presente.

Claro que no todo lo nuevo es necesariamente bueno. La innovación sin ética puede ser tan peligrosa como la tradición sin sentido. Pero si la política no logra encontrar un equilibrio, si no se anima a modernizarse de verdad, terminará siendo un ritual vacío, una puesta en escena para espectadores que ya no están mirando.

Por eso, quizás la pregunta más honesta que podemos hacernos hoy es: ¿a quién le sirve que lo viejo siga funcionando? Porque, si hablamos en serio, lo viejo no solo dejó de funcionar: está haciendo daño. Y cada vez que una generación se desencanta, que un votante se aleja, que un ciudadano deja de creer, lo que fracasa no es solo una idea o un partido. Es la política misma.

En tiempos donde todo cambia, quedarse quieto es retroceder. Y en política, Juan, lo viejo ya no funciona.

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