Mientras el Municipio celebra la llegada de fondos nacionales para transformar El Pantanillo, los vecinos denuncian que la obra brilla por su ausencia. Entre promesas recicladas, caños sin agua y luz prestada, el invierno se instala antes que el progreso.
Hay barrios donde la urbanización no llega. Y no porque falte dinero, sino porque sobra relato. En Villa de Merlo, el barrio El Pantanillo se convirtió en un nuevo monumento a la planificación pública de PowerPoint: mucha ficha técnica, nulo hormigón.
El secretario de Desarrollo Social, Federico Robles, confirmó esta semana lo que ya era un secreto a medias: el Municipio recibió parte de los fondos nacionales destinados a urbanizar la zona donde viven más de 60 familias sin servicios básicos. Dijo que ya transfirieron el 15% del presupuesto total —más de 150 millones de pesos— y que la obra comenzó en febrero. ¿El problema? En El Pantanillo no lo notaron.
La inversión total supera los 1.000 millones de pesos, una cifra que alcanza para muchas cosas: desde levantar un barrio entero hasta renovar media ciudad. Pero en este caso, lo visible apenas alcanza para contar algunos caños enterrados —dicen— y un par de expedientes viajando entre oficinas. Porque a pie de obra, lo que sigue firme es el barro.
Según el funcionario, el proyecto incluye instalación eléctrica, red de agua, cordón cuneta y “otras mejoras”. Un combo tan amplio como impreciso. Los vecinos, por su parte, solo cuentan con un pilar de luz comunitario que alimenta todas las viviendas como si fuera un enchufe triple con cinta aisladora. La boleta la paga el Municipio, pero la precariedad la pagan ellos.
Robles también apuntó contra el origen del problema: ventas irregulares de terrenos, imposibilidad de conexión formal, caos catastral. Una herencia difícil —clásico argumento de gestión— que vuelve a poner a las víctimas como sospechosos: “La obra es muy cara porque hay que desmontar todo un sistema clandestino sin cortar los servicios”, explicó. Traducción: estamos improvisando sobre el desorden que nunca ordenamos.
Mientras tanto, en Merlo TV, el relato se mantuvo tan optimista como difuso. Robles prometió que Edesal colocará nuevos pilares (algún día) y que los caños de agua ya están tendidos (en algún lado). También anunció que viajarán a Buenos Aires para gestionar nuevos desembolsos. Porque si hay algo que esta gestión domina es el arte de gestionar viáticos.
Lo cierto es que el invierno ya llegó al Pantanillo y no lo hizo con estufas eléctricas ni gas natural. Las familias siguen dependiendo de conexiones improvisadas, con niños en casas sin calefacción y adultos cocinando entre cables que chispean. Las promesas —como los funcionarios— aparecen cada tanto, se sacan una foto, y se van antes de que caiga la noche.
La obra, que supuestamente arrancó en febrero, avanza con la lógica de los anuncios sin control: no hay carteles, no hay cronogramas públicos, no hay informes de ejecución. Lo que hay es silencio. Este medio intentó contactar nuevamente al secretario para profundizar sobre los tiempos reales de obra, pero no hubo respuesta. Tampoco en otras áreas del Municipio. La opacidad no es una falla: es un estilo.
Así, El Pantanillo se convierte en símbolo perfecto de la política de urbanización por goteo: fondos que bajan en cuotas, avances que no se ven, y vecinos que se quedan esperando, con o sin cloaca. Lo único que se mantiene constante es el relato: la obra “está en ejecución”, aunque nadie la vea.
Si alguna vez se concreta, quizás el Municipio instale una placa que diga “Aquí llegó el Estado, tarde pero con decreto”. Mientras tanto, los vecinos seguirán alumbrándose con esperanza, aunque cada vez les cueste más encontrar el enchufe.