En un escenario de representación hueca y desconexión crónica entre el poder y la gente, las visitas del diputado provincial Javier Giménez a las escuelas del norte no son sólo gestos institucionales. Son actos políticos de reparación. Porque en el interior profundo, la ausencia estatal ya no es novedad: es norma. Y cualquier excepción, sacude.
Hay algo casi revolucionario en ver a un diputado caminando una escuela pública, escuchando a una directora, entregando elementos deportivos o coordinando con docentes. Y no porque eso deba ser inusual, sino porque en la Argentina del desencanto, la presencia estatal en territorio se ha vuelto la excepción.
En ese contexto, el diputado provincial Javier Giménez recorriendo instituciones educativas de Quines y San Francisco del Monte de Oro adquiere un peso simbólico potente. No sólo por lo que hizo —visitas, entrega de insumos, reuniones educativas—, sino por lo que representa: un gesto de reconstrucción política en tiempos de fragmentación.
En Quines, en la Escuela N° 95 “Víctor Mercante” y en el Jardín “Lunita de Papel”, Giménez no llevó discursos ni promesas vacías. Llevó materiales concretos, habló con docentes, se metió en los proyectos escolares, no como autoridad iluminada, sino como servidor público que baja al barro donde se gesta la realidad. En San Francisco, el diálogo con el ISEEi y su rector, Gabriel Maliszeski, fue otro signo de una agenda que combina lo político con lo pedagógico. Pero detrás del protocolo, lo que se ve —y lo que muchos no hacen— es territorio, cercanía, escucha, presencia.
¿Por qué resaltar esto? Porque la política institucional ha abandonado, en buena parte, su dimensión humana. Diputados que no conocen los distritos que representan, legisladores que nunca volvieron a mirar a los ojos a quienes les dieron el voto, dirigentes que sólo aparecen cuando hay cámaras, y desaparecen cuando hay reclamos. Frente a eso, cada recorrida, cada diálogo sin micrófono, cada visita sin comité, es un acto de rebeldía democrática.
En el norte puntano, como en tantas otras geografías invisibilizadas por el centralismo provincial, las escuelas son mucho más que centros educativos: son trincheras de contención social. Allí no solo se aprende a leer y escribir; se recibe comida, afecto, orientación, acompañamiento. Es el lugar donde el Estado —cuando está— se vuelve carne. Por eso, cuando un legislador pone el cuerpo ahí, algo cambia.
¿Es asistencialismo? ¿Es marketing político? ¿Es oportunismo electoral? Todo gesto público puede tener múltiples lecturas. Pero hay algo que no puede simularse: el contacto humano directo, sin intermediarios, sin aparato, sin protocolo vacío. En eso, Giménez parece entender la política no como espectáculo, sino como oficio de cercanía.
Y en esa cercanía, se juega algo más profundo: la reconstrucción del pacto democrático. Porque sin representación real, la política es un simulacro. Y sin presencia territorial, los votos se transforman en papel mojado. La política no se defiende con frases de salón ni con spots en redes: se defiende caminando escuelas, hablando con docentes, resolviendo problemas reales.
La pregunta, entonces, no es por qué destacar estas visitas, sino por qué son noticia. ¿Qué clase de democracia tenemos si ver a un legislador cumpliendo su rol institucional nos sorprende? ¿Qué clase de sistema es este, si la presencia es noticia y la ausencia es rutina?
En tiempos donde el Estado se achica, la política se esconde y el ciudadano queda solo frente al ajuste, los gestos como los de Giménez no solo importan: se vuelven urgentes. No como caridad, sino como deber institucional. No como excepción, sino como base mínima de una política que quiera volver a representar.
Porque si el legislador no recorre, no escucha y no vuelve al territorio, ¿para qué fue elegido?